Envenenadoras victorianas
La sociedad británica victoriana educaba a la mujer para reprimir sus instintos y adecuar su conducta a un rígido código moral basado en la represión de las pasiones, los prejuicios sociales y el mundo de la apariencia. Por ese motivo, era difícil concebir que las mujeres pudieran ser autoras de los delitos y albergar impulsos homicidas e, incluso, encontrar placer en el crimen. Ese fue el caso de las envenenadoras victorianas, con sus polémicas e interesantes historias.
El veneno era el arma más común empleada por las mujeres por tratarse de un método que no requería fuerza física y porque la compra de venenos, como la estricnina y el arsénico, era relativamente fácil. Muchas personas utilizaban el arsénico para matar a las ratas o a las moscas y, algunas mujeres también lo empleaban como producto de belleza, para mejorar la suavidad de la piel. De manera que nadie se extrañaba de que una mujer entrase en una farmacia pidiendo este veneno. Sólo tenía que firmar en un libro (el Poison book), que por ley debía encontrarse en todas las farmacias para registrar qué venenos se habían vendido.
Los móviles que, generalmente, impulsaban a la mujer a matar eran económicos. En la época victoriana se incrementaron notablemente el número se seguros de vida y su cobro se convirtió en un buen motivo para acabar con la vida del asegurado. No obstante, también podía actuarse por otros motivos como la venganza, los celos, para evitar escándalos o, incluso, para escapar de las rígidas normas de unos padres o de un marido muy estrictos.
Tres célebres envenenadoras victorianas fueron Adelaide Bartlett, Madeleine Smith y Christiana Edmunds, conocida como “la envenenadora de la crema de chocolate”. Estas mujeres asesinaron con cloroformo líquido, arsénico y estricnina, respectivamente.
Adelaide Barlett, una de las envenenadoras victorianas
Adelaide Bartlett asesinó a su marido Thomas Edwin Bartlett con cloroformo, aunque no pudo ser demostrado por la fiscalía. El marido poseía varias enfermedades muy desagradables (como dientes podridos y tenias) y su mujer decidió comprar cuatro pequeñas botellas de cloroformo líquido para acabar con su vida el 31 de diciembre de 1885. Al tratarse de pequeñas cantidades de veneno, compradas en farmacias distintas, pudo evitar la firma en el Poison book.
Durante la autopsia se encontraron grandes cantidades de cloroformo líquido en el estómago de Edwin, pero no había ni rastro del veneno en la boca o en la garganta. El abogado defensor de Adelaide, Sir Edward Clarke, uno de los mejores abogados de la Inglaterra victoriana tardía, basó su defensa en el misterio de cómo el cloroformo llegó al estómago de la víctima, puesto que era imposible tragarlo sin quemar la garganta y la laringe, algo que no había sucedido.
Sir Edward Clarke trató de sembrar la duda acerca de si fue asesinato o suicidio, insistiendo en que sólo la ingestión muy rápida del veneno pudo evitar las quemaduras internas de la garganta y esta acción era propia de un suicidio y no de un asesinato. Pero el suicidio no parecía tampoco sostenerse, entre otras cuestiones porque, el día de su muerte, Edwin Bartlett no se comportó como alguien que contemplaba acabar con su vida. De hecho, una criada afirmaba que su señor estuvo detallando con ella la suntuosa cena que quería tomar al día siguiente, que era Año Nuevo.
Por falta de pruebas, Adelaide fue absuelta y, una vez celebrado el juicio, el famoso cirujano Sir James Paget le preguntó:
Ahora que todo ha terminado, en interés de la ciencia, debe decirnos cómo lo hizo
Pero Adelaide se llevó el secreto a la tumba.
Madeleine Smith
Madeleine Smith, era una bella joven de 21 años, fue otra de las envenenadoras victorianas, perteneciente a una adinerada familia de Glasgow. Fue amante de un inmigrante de Jersey, llamado Emile L´Angelier, al que conoció en la primavera de 1855. Se reunían clandestinamente e, incluso, llegaron a comprometerse y planear su boda para septiembre de 1856. Madeleine le escribió a su amante unas apasionadas cartas de amor en las que mencionaba la posibilidad de huir juntos.
Pero, en enero de 1857, la joven conoció a un pretendiente de su estatus social, William Minnoch, que le propuso formalmente matrimonio. Madeline necesitaba romper con urgencia con Emile, al que le rogó que le devolviese todas sus cartas para que nadie se enterase de su aventura con él y así evitar poner en peligro su compromiso con Minnoch. Emile, enfurecido, se negó a devolvérselas y la amenazó con enviárselas a su padre y a su prometido. Madeleine, trató de calmarlo, para que no cumpliese sus amenazas, y acordó continuar seguir viéndolo.
A partir de ese momento, la joven decidió ir consiguiendo pequeñas cantidades de arsénico para envenenar a su amante. El 21 de febrero fue a una farmacia y compró seis peniques de arsénico. Comentó que lo necesitaba para matar ratas y firmó el Poison book. A la mañana siguiente, Emile sufrió fuertes dolores de estómago, náuseas y vómitos que le mantuvieron postrado durante una semana. Madeleine compró arsénico dos veces más en las próximas semanas, siempre alegando que era para matar ratas. Finalmente, Emile murió el 23 de marzo de 1857.
Durante el juicio, la acusación se concentró en el hecho de que las compras de arsénico de Madeleine coincidían con los dolores y vómitos que padeció Emile durante varias semanas. El móvil también estaba claro: la joven estaba tan asustada de que el amante pusiera en peligro su compromiso con William Minnoch que decidió eliminarlo echando arsénico al cacao que le preparaba durante sus reuniones secretas.
La defensa utilizó un gran número de testigos que describieron a Emile como un hombre inestable, capaz del suicidio, e, incluso, algunos sugirieron que pudo tomar el arsénico en pequeñas dosis como un tónico.
Pero quizás lo que salvó a Madeleine de la horca es que no pudieron encontrarse testigos que demostrasen que se reunió con su amante las semanas anteriores a su muerte. Además, la joven despertó las simpatías del jurado, mostrándose prudente y reservada, y, finalmente, logró ser absuelta por falta de pruebas.
Fue otra de las envenenadoras victorianas que consiguió salir indemne.
Christiana Edmunds: "La envenenadora de la crema de chocolate"
Christiana Edmunds era una coqueta mujer de mediana edad que vivía en Brighton al cuidado de su madre viuda. A mediados de 1869, conoció y se enamoró perdidamente de su médico, el Dr. Arthur Beard. A pesar de tratarse de un hombre casado, Christiana le enviaba exaltadas cartas de amor que él conservaba y contestaba. Durante algo más de un año, mantuvieron una relación romántica, aunque, al parecer, no existieron contactos sexuales.
En el verano de 1870, el Dr. Beard consideró que la relación había llegado demasiado lejos y que podía poner en peligro su reputación. Le escribió a Christiana pidiéndole que dejara de enviarle cartas:
Esta correspondencia debe cesar, no es bueno para ninguno de nosotros
Christiana decidió entonces acabar con la vida de la esposa del médico, para que nada obstaculizase su amor. Un día, en septiembre de 1870, visitó a la señora Emily Beard, llevándole como regalo una caja de bombones en los que había inyectado estricnina. La señora Beard comió algunos y, al poco tiempo, enfermó gravemente, aunque logró reponerse. El doctor la acusó de haber intentado envenenar a su esposa, pero Christiana se defendió diciéndole que ella también tomó aquellos chocolates en mal estado.
A partir de aquel momento, la relación entre el médico y la señorita Edmunds se rompió.
Los próximos meses varias familias de Brighton fueron intoxicadas después de comer bombones y otros dulces. Se recuperaban al poco tiempo pero todas ellas tenían los mismos síntomas. Finalmente, un pequeño niño de cuatro años, Sidney Barker, falleció.
Se inició, entonces, una complicada investigación para descubrir quién era el responsable de los envenenamientos de los chocolates de Brighton. Con el tiempo, las sospechas comenzaron a recaer en Christiana, pero el hecho de que ella también se hubiese visto afectada por la intoxicación parecía mantenerla a salvo. Finalmente, el doctor confesó su relación con esta mujer y sus sospechas de ser la autora del intento de envenamiento de su esposa.
Christiana fue procesada. Se demostró que había comprado estricnina en varias ocasiones, aunque ella alegó que el veneno estaba destinado a unos gatos callejeros que le resultaban molestos. Por otro lado, aparecieron testigos que afirmaron que la señorita Edmunds enviaba a niños para que le comprasen chocolates y otros dulces, que después ella devolvía a la tienda por tratarse de productos equivocados.
Finalmente, tras conseguirse pruebas que la incriminaban claramente, el jurado la declaró culpable de asesinato y recomendó no tener misericordia con ella. Christiana fue consciente de que nada podía librarla de la horca. Decidió entonces afirmar que estaba embarazada (una mujer embarazada no podía ser ahorcada hasta después de haber dado a luz). La vista tuvo que aplazarse hasta que unas matronas la examinasen. Después de comprobarse que había mentido respecto del embarazo, fue enviada a prisión hasta que fuese ajusticiada.
Sin embargo, la defensa había argumentado durante el juicio la demencia de esta mujer como eximente. De modo que dos ilustres médicos, tras examinarla durante los siguientes días, emitieron un informe en el que se la calificaba de enferma mental y se la eximía de responsabilidad por sus crímenes.
Finalmente, la condena a pena de muerte fue conmutada por la reclusión en el Criminal Lunatic Asylum de Broadmoor, en el que ingresó con 43 años y falleció a los 78 años de edad. Según testimoniaron sus médicos, nunca mostró el menor arrepentimiento por los delitos que cometió.
Enlaces de interés: historic-uk.com - ed.ac.uk
Esta publicación sobre envenenadoras victorianas ha sido rescatada y compartida en esta web a modo de tributo. La autoría original pertenece a Indira y Chandra. La historia se encontraba en su blog, Ovejas Eléctricas, que desafortunadamente desde 2017 no es accesible, cambió de manos y se perdió el valioso contenido.
1 comentario
Ramon Abigail · 25 de junio de 2022 a las 09:53
He leido bastante sobre el tema y me encanta como se aborda en este artículo, buen trabajo.